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martes, 8 de febrero de 2011

PABLO MONTOYA. UTOPÍAS EMPANTANADAS


“Utopía”, así nombró Thomas Moro a una isla del Nuevo Mundo que un compañero de Americo Vespucio supuestamente conoció. Desde entonces, el libro fue publicado en Lovaina en 1516, el río de esas regiones magníficas, que han enloquecido a los hombres, sigue aumentando su cauce. En la invención de Moro, sin embargo, palpitan muchos sueños grecolatinos. La fuente de las utopías del siglo XVI está en la República de Platón, y en ciertos apartes de Los trabajos y los días de Hesiodo. Este último dice que los primeros hombres fueron de oro y vivían alegres y desconocían el sufrimiento. Para los antiguos, tales sitios maravillosos estaban ubicados, no obstante, en la distancia y eran inaccesibles. El Paraíso de la Biblia, Lactancio lo imaginaba rodeado por un impenetrable río de fuego. Y a las Islas de la Fortuna, cantadas por Píndaro en sus Olímpicas, sólo podían ir aquellos que conservaban el alma pura. Lejana también estaba la Isla de la Promisión, buscada por Brandano en su viaje medieval. Y más todavía, definitivamente imposible, la Ciudad Celeste de Agustín, en la cual conviven el amor a Dios y el desprecio que sus moradores deben tener de sí mismos.
“Feliz la tierra cuyo rey es sabio” escribió Jean de Salisbury en su Policrático. Y en efecto, los regentes de las ciudades utópicas del Renacimiento son todos sabios. Quienes gobiernan la isla de Moro pretenden que sus habitantes actúen como miembros de un mismo cuerpo, y respeten estrictamente leyes cortas y claras escritas sobre las columnas y las puertas del templo principal. En la Ciudad del Sol, de Campanella, los lúcidos gobernantes creen que la procreación está hecha para conservar la especie y no el individuo, y sus residentes han de ver en las calles el retrato de los hombres sensatos que conocen la ondeante condición humana. En la Nueva Atlántida de Bacon, esos mismos seres preclaros dicen que el hombre debe reinar sobre la naturaleza. Y en Oceana, la ciudad de James Harrington, un envidiable régimen democrático protege por siempre los bienes de cada uno de sus ciudadanos. Pero estas construcciones  tienen una característica que las une tristemente: todas son poblados o ciudades o reinos fortificados, sometidos al aislamiento. Y es que no hay utopía, por más sublime que sea, capaz de no ceder ante el peso de sus propios fantasmas. Ya sabemos que el festín de la Revolución francesa estuvo embadurnado de sangre. Todos esos nombres “Fiestas del Ser supremo”, “Paseos públicos”, “Fuentes de la regeneración”, “Fiestas de la razón”, “Ofrendas a la libertad” estuvieron sustentados sobre una  represión feroz. Y si los proyectos utópicos de los arquitectos revolucionarios, tales como Boullé, Ledoux y Lequeu, sorprenden por su belleza y su plenitud -la ciudad de Chaux ideada por Ledoux, por ejemplo, está fortificada no con murallas sino con senderos apacibles llenos de árboles- no hay que olvidar el revés de tanta luz: las cárceles del siglo XVIII que en Piranesi tienen una sombría expresión.
Desde los años en que Fourier propuso la felicidad de sus Falangerios, habitados por 1620 personas, por ser ése el número correspondiente a la combinación de las pasiones humanas; desde esas comunidades idílicas, sustentadas en el culto a la industria que caracterizó a las mentalidades positivistas; desde la Icaria igualitaria, fundada por Cabet y sus discípulos en América, hasta estos días neoliberales donde se abrazan la globalización y la dicha.com, la utopía ha desembocado en el fracaso. En el siglo XIX quizás la frustración de estos intentos producía pérdidas económicas en sus afiebrados impulsores. Pero en el siglo XX habrían de originar espanto. ¿Que más se podría esperar de un siglo que iniciaba con la frase futurista de Marinetti: “Queremos glorificar a la guerra, sola higiene del mundo”? Marx y Engels le hicieron creer a muchos que el comunismo era la meta y que uno de sus pasos, el socialismo, estaba al alcance de las manos obreras. La utopía universal marxista consiste en una inmensa República sin fronteras, carente de estados, de naciones, pero dueñas de una sola lengua. La Unión Soviética pretendió rozar este imposible. Y aunque al principio impresionó y conmovió a tantos, el ineluctable avance hacia el socialismo fraternal, cantado por las películas de Eisenstein, se cimentó en el horror, en lo mismo en que se habían sostenido el Nazismo alemán y el Fascismo italiano: el exterminio sistematizado del otro, del diferente, de toda oposición. Hoy podemos entender, sucedidos los genocidios del siglo XX, vislumbrando los que ya empiezan a planearse en el XXI, que si un estado obliga a los hombres a ser felices a través de la propaganda incesante, la eugenesia, la lobotomía y la quimioterapia, es inequívocamente totalitario. ¿Y qué decir frente a esas congregaciones utópicas de los años 60 como el hipismo y el mayo del 68? Ahora, al ver el viraje del mundo y de la historia, los índices de la guerra, la pobreza y la enfermedad y la alienación, producen un hondo desengaño. Los hipies terminaron esquizofrénicos, locos, suicidas, perdidos por siempre en su emblemática paz y en su estruendoso festival de Woodstook. Y los franceses de aquel juvenil mes culminaron en el negocio rentable de los campos nudistas, las tiendas de sexo y la cultura gurú del New age.  Las utopías buscan obsesivamente la transparencia, escribió por ahí Dostoyewski, ese ruso que creyó en una especie de ideal paneslavo. Pero si inician atraídas por lo cristalino, terminan ahogadas en el pantano.
La utopía ha tenido sus espacios. Pero el mejor de ellos siguen siendo los libros. En el papel es donde respiran a sus anchas, cargados con toda la imaginación delirante, esos lugares que en realidad no pueden existir. Como las ciudades de Italo Calvino, las utopías deberían ser invisibles, o mejor dicho, ser trazadas para que sólo sea posible conocerlas o palparlas u olerlas en los ámbitos del ocio.

Reciente ensayo del Profesor Pablo Montoya, publicado en su página el 7/2/11 y como siempre, brillante